José Murat*
La destitución sumaria y atropellada del presidente constitucional de Perú, Pedro Castillo, luego de un proceso de erosión permanente desde el inicio de su mandato por las fuerzas políticas tradicionales y la élite económica de ese país, el establishment gobernante por décadas, ha puesto en la mesa de debate la pertinencia o no de que México le otorgue asilo político.
Ni siquiera es necesario profundizar en las razones, de un lado y de otro, que llevaron a un punto de quiebre para destituir a uno de los presidentes más alejados de los estamentos que secularmente se han rotado el poder en Perú: un profesor rural, un luchador social que venció a la derecha política y económica aglutinada en torno a Keiko Fujimori. El tema ahora es la posición de México frente al presidente defenestrado.
Como ocurriera en su momento con el presidente de Bolivia, Evo Morales, también despojado de su gobierno por la oligarquía local, a quien nuestro país otorgó el derecho a salvaguardar su vida en el territorio nacional, hoy nuevamente surgen voces en los medios digitales y en algunos espacios impresos que cuestionan la oportunidad de resguardar la integridad personal, y la de su familia, del ahora ex presidente peruano.
Frente a este debate, alentado por sectores de la derecha, es importante precisar, de entrada, que no se trataría del beneplácito de un gobierno en funciones, sino un acto del Estado mexicano, es decir, del cuerpo político-jurídico que encarna al país mismo.
El asilo político es una de las expresiones más representativas de la política exterior de México, una de las tradiciones que le dan sello e identidad a la relación de nuestro país con el mundo. Es una doctrina y un derecho, claramente establecidos en la máxima ley de los mexicanos, en su artículo 11:
Toda persona tiene derecho a buscar y recibir asilo. El reconocimiento de la condición de refugiado y el otorgamiento de asilo político se realizarán de conformidad con los tratados internacionales. La ley regulará sus procedencias y excepciones.
Esta política humanitaria y generosa del Estado mexicano no se ha circunscrito a la figura del asilo político, se ha patentizado en múltiples gestos de soberanía y dignidad nacional.
A continuación se citan sólo algunos de los casos más representativos de esa tradición diplomática, timbre de orgullo de México.
El presidente Lázaro Cárdenas concedió asilo político en los años 30 a miles de españoles perseguidos por el dictador Francisco Franco. Entonces como ahora, hubo protestas de la derecha conservadora por esta decisión del Estado mexicano.
En 1962, el presidente Adolfo López Mateos se mantuvo solidario con la soberanía cubana. México fue el único país en votar en contra de la expulsión de Cuba del seno de la OEA, en contra de los dictados continentales de Estados Unidos.
En los 70, el presidente Luis Echeverría otorgó asilo político a la esposa del ex presidente chileno Salvador Allende, Hortensia Bussi, así como a miembros de aquel gobierno socialista, luego del artero golpe de Estado de Augusto Pinochet.
Un dato ilustrativo y emblemático es que, en ese mismo sexenio, el ex presidente Héctor Cámpora, de Argentina, estuvo más de tres años asilado en la embajada de México en Buenos Aires, luego de que trataron de aprehenderlo. El asilo es un principio esencial de la historia diplomática de México.
En el sexenio posterior, el presidente José López Portillo otorgó su apoyo franco al presidente Omar Torrijos para restaurar la soberanía territorial sobre el Canal de Panamá, hasta su firma en 1977 con el presidente Jimmy Carter, por lo que el icónico Canal se recuperó en 1999.
En 1983, el gobierno del presidente Miguel de la Madrid impulsó la creación del Grupo Contadora, con Colombia, Panamá y Venezuela, un esfuerzo diplomático que paulatinamente derivó en una salida negociada y civilizada a los conflictos internos en Guatemala, Nicaragua y El Salvador.
Durante el gobierno del presidente Carlos Salinas, en 1989 el Estado mexicano creó la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) para otorgar refugio a miles de centroamericanos que huían mientras la paz se restablecía en esa región.
En el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto, México acompañó el proceso de pacificación en Colombia hasta la firma de paz, el 26 de septiembre de 2016, entre el presidente Juan Manuel Santos y Rodrigo Londoño Timochenko, líder de las FARC. A partir de ese proceso de pacificación pudo emerger, ya en la vida civil, el ahora presidente Gustavo Petro.
A propósito del asilo, a contraluz, debemos también tener presente que el presidente Benito Juárez recibió la hospitalidad de Estados Unidos cuando encabezaba la lucha por restaurar la República, frente a Maximiliano y los conservadores; ya en el siglo XX Porfirio Díaz fue acogido por Francia.
En suma, el asilo político ha sido una política de Estado y un eje rector de la política exterior mexicana, un derecho y una tradición diplomática en favor de la vida que todos debemos defender, más allá de las ideologías partidarias.
* Presidente de la Fundación Colosio
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