Ricardo Piglia: La ética y la convicción.
Por Omar González García
Introducción
¿Cuándo fue la última vez que, en medio de este tiempo volátil, difuso y lleno de ruido, dos personas ejercieron el arte de la conversación? No me refiero a esa pedantería académica donde sesudos personajes (des)articulan un discurso y a la manera de los peces del villancico que en el río bebían y bebían, citan y citan y vuelven a citar, perorando larguísimas e ininteligibles falacias de autoridad donde todo queda ceñido a dichos y postulados ajenos. Me refiero a algo que siendo eventualmente privado puede desarrollarse también en público y para un público.
¿Y qué otra cosa es conversar o reflexionar sino el fino y casi olvidado arte de intercambiar opiniones, experiencias o preferencias alrededor de una mesa de café, delante de una vasta audiencia o frente a los micrófonos en la radio o ante las cámaras de televisión en un espontáneo cara a cara?
A eso, a entablar una larga conversación consigo mismo, sus lectores y sus amigos entregó Ricardo Piglia su obra. Las palabras que en 1959 escribe José Bianco, parecen escritas para Piglia y sus lectores: “…los lectores, cuando admiran a un escritor, también se sienten atraídos por el hombre que hay en él. Quieren conocerlo, alcanzar vicariamente su amistad. Hacer posible esa amistad es uno de los placeres que deparan los Diarios de escritores”.
Un diario para el desarraigo
Su completa nomenclatura cívica fue Ricardo Emilio Piglia Renzi. Nació en Adrogué, ciudad cabecera del partido de Almirante Brown, 23 kilómetros al sur de Buenos Aires, Piglia vivió en esa ciudad hasta 1957, fecha en que la familia se traslada a Mar del Plata. El impacto del desplazamiento, esto es, del i desarraigo, lleva a Piglia a registrar los hechos en un primer diario que comprende un periodo cuyo registro concluye en 1958.
La causa del cambio es política. El padre de Piglia, médico de profesión es partidario del peronismo, pero el gobierno de Juan Domingo Perón -surgido en 1945 y consolidado en 1946- ha sido depuesto por el golpe militar de la autodenominada Revolución Libertadora. Cuando Perón asciende al poder Ricardo Piglia tiene casi cuatro años; cuando las circunstancias políticas obligan al desplazamiento de la familia, Piglia tiene casi 16 años.
¿Por qué llevar un diario? ¿Por qué a partir de ese momento? ¿Por qué se escribe? ¿Qué es, quién es un escritor? ¿Qué sentido tiene, además de consignar hechos, datos, nombres, encuentros, el llevar un diario?
Piglia llenó 327 cuadernos con notas y entradas diversas; proyectos de relatos o relatos completos que luego aparecerán en sus reflexiones teóricas sobre lectura y escritura y en su obra literaria. “Los cinco primeros cuadernos son marca Triunfo y el resto son cuadernos de tapa negra que ya no se encuentran y cuyo nombre era Congreso”.
El diario de otros
Fiel a la manía de consignar en un diario todo aquello que al paso de los años podía difuminarse le sirvió a Piglia para varias cosas.
Aprender a leer los diarios de otros, por caso el de Cesare Pavese y dar paso entonces a Un pez en el hielo. También para “Negar la realidad” y estar en posibilidad de recrearla, reencauzarla o subvertirla para crear una diferente que desagregue fragmentos de otra para crear una nueva como sucede en Desagravio. Al mismo tiempo, un diario sirve para saber que un autor siempre está en deuda con sus propias lecturas que en el caso de Piglia abarcaron una serie diversa de poéticas que a su vez le permitieron crear una propia. ¿Cómo se crea una poética propia? ¿Cómo se sustrae un autor argentino de la impronta de un autor que es además contemporáneo y connacional? ¿Cómo escribir en Argentina luego de Borges?
A diferencia de muchos de sus contemporáneos y no sólo de quienes generacionalmente le eran afines, Piglia creo una poética propia a partir del acto de leer y de preguntarse qué es un lector.
“La pregunta <<qué es un lector>> es, en definitiva, la pregunta de la literatura. Esa pregunta la constituye, no es externa a sí misma, es su condición de existencia”.
El que lee lo hace desde una determinada posición política, ideológica, sentimental; desde una poética propia –aunque no sepa que la tiene y ni tan siquiera la domine o conozca su existencia-.
Se lee también desde una determinada circunstancia personal marcada por el interés que es siempre diverso. Carlos Fuentes, señalaba en algún texto que los abogados harían bien en leer Crimen y Castigo o El Mercader de Venecia. Para entender los horrores de la dictadura –de cualquier dictadura— habría que acercarse a Respiración artificial, la rotunda novela pigliana que alude a lo que en que, en el tercer tomo de sus diarios, encuadrará, lo sabremos al leerlos sin que el orden de los factores altere el resultado, como Sesenta segundos en la realidad.
Cito: “Hoy visité al Oráculo de Delfos, no porque ella –la mujer herida- se presente así, sino por la claridad imperturbable de un modo de decir. Un oráculo sin enigma, la confusión, en todo caso, es de quien la consulta.
Y agrega: “…Por eso he hablado de la peste en estos años; era la forma, en la tradición griega, de referirse al mal social. Una plaga que asolaba a una comunidad como efecto de un crimen perpetrado en el lugar mismo del Estado. Un crimen estatal que producía –bajo la forma de una epidemia- en los ciudadanos el terror y la muerte. Una metáfora…contrapuesta a la…usual en nuestros días, del poder despótico asociado a un cirujano que debe operar sin anestesia para abrir el cuerpo enfermo de la nación. La idea de la cirugía como metáfora médica de la represión estatal es muy común en la historia de mi país…Los años de la peste son los años oscuros en que los indefensos sufren un mal social, o mejor, un mal estatal que baja desde el poder hacia los ciudadanos inocentes”.
En Respiración artificial, la novela que puso a Piglia en el centro de la actualidad literaria, usa el poder de la ficción para desvelar la atrocidad de la dictadura y su trama y su estilo, su poética que es a la par coherencia sin fisuras, pasó desapercibida entre los censores, porque, ¿a quién le importan los hechos del siglo XIX por más que con sutil elegancia la novela narre, entre otras cosas, el imposible encuentro con otro?
Por una ética de la convicción
Ricardo Piglia produjo obras de sólido entramado; una, al azar: Plata quemada; otras de fulgurante trama, una al azar también: El camino de Ida o, en su caso, los cuentos de La Invasión o Nombre falso.
Como Emilio Renzi, su logrado alter ego, Ricardo Piglia produjo los tres tomos de un dietario a través del cual puede seguirse el origen, la formación y el desarrollo de un escritor que no desaprovecha oportunidad de reivindicar una ética de la convicción que privilegia la vocación y la posibilidad de escribir, «porque escribir es un modo de vivir…», antes que pensar en meramente publicar.
Hay en esta convicción una paradoja y una afirmación, la de una ética, la de una insobornable ética que resume lo que ha de entenderse como un escritor y un lector a tiempo completo.
La paradoja, por lo demás resulta incomprensible para «el Gil que sentado en un McDonald escribe» o cree escribir o supone que lo hace. El Gil del McDonald quiere publicar pues da por hecho que escribe y porque confunde escribir con publicar; Piglia pensaba y así es posible deducirlo de los diarios de Emilio Renzi, que la clave está en escribir, en tener una convicción sobre las propias posibilidades; escribir es una decisión íntima, personal, «un modo de vivir, como cualquier otro» dice Renzi por mano de Piglia. Escribir es un acto de supervivencia personal e intelectual.
Personal en tanto que escribir es una pulsión inagotable, continua, que permite sobrevivir a las vicisitudes del mundo sin importar la gravedad de éstas: el dolor –o la alegría, para el caso es lo mismo– solo es mensurable individualmente: lo que para unos es mucho para otros es poco y viceversa y en todo caso: ¿cuánto es mucho? ¿Cuánto es poco? Entenderlo es escribir y escribir es, sí, comenzar.
De la incomodidad de la vida se escapa escribiendo pero en el caso de Piglia la escritura está inserta en los tonos de una reflexión intelectual producto de su vocación lectora que redunda en un sentido de la oportunidad asentado en cuestiones a las que hay que volver una y otra vez y que suponen una reflexión ética fundada en una trama de largo alcance que es, a la par una larga reflexión sobre la historia y los hechos que la conforman fundidos en una peculiar amalgama que en el caso de Piglia se transforman en historias del calibre de Blanco nocturno, esa maravillosa ficción que narra mucho más que el largo y casi escandaloso flirteo de Tony Durán –un extraño forastero— con las hermanas Belladona mientras la economía de una región funciona o decae en el marco de un crimen –el homicidio de Durán– una encerrona, un trepador profesional que –faltaba más– ejerce de abogado y un inocente a quien sus más elementales derechos le son arrebatados para crear así un culpable a modo mientras el Inspector Croce, némesis del fiscal, habita los pabellones de la sinrazón de la razón buscando con y a través del joven periodista Emilio Renzi la tuerca a la que hay que dar vuelta para probar que la inocencia no es un pobre argumento.
El predicado intelectual –esto es, la conclusión de la ficción en sentido axiológico, si tal cosa existe– solo es dable a partir de entender a Piglia como un lector privilegiado que tenía claro lo que como escritor buscaba, lo que le permitía crear universos valorales a partir de las conductas de los personajes y los hechos en que la escala de valores de éstos entra en juego. Lo logra cabalmente en, por ejemplo, Plata quemada o El camino de Ida.
No es, por supuesto, un predicador que a partir de opuestos tácitos o expresos quiere ideologizar moralmente a una grey; es un escritor que, valido de las mejores herramientas de un oficio ejercido con suficiencia, cuenta historias de trama fulgurante y sólido entramado narrativo. Las conclusiones, lo sabía bien Piglia, eran del lector.
Lector de tiempo completo e historiador de profesión, cosa que con frecuencia se omite, tenía claro que una vez puestas en las vitrinas y ordenadas en los anaqueles de las librerías las obras eran ya de los lectores como de ellos serían las conclusiones y los eventuales vasos comunicantes con las obras de otros: por ejemplo, En la noche de la usina, de Eduardo Sacheri, o Una misma noche, de Leopoldo Brizuela.
Suele decirse que el mejor homenaje a un escritor ausente es leerlo. Si estas pinceladas logran que un lector se acerque a la obra narrativa de Ricardo Piglia y a una ética de la convicción desplegada a lo largo de los tres tomos de Los diarios de Emilio Renzi, de su obra teórica y de su trabajo literario, estas notas habrán cumplido su cometido.
Este 24 de noviembre, Ricardo Piglia cumpliría, ¿cumple?, 81 años; en algún punto del vasto universo sigue leyendo y escribiendo porque escribir, ya se sabe, es «un modo de vivir…”.
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